XII
Oculto en el trastero, Cipriano
sintió la tos banal de su esposa en la habitación contigua, se sentó
en la cama y esperó unos minutos.
Las criadas debían de haberse
acostado también en el piso alto, porque no se oía el menor ruido.
Tampoco se movía Vicente en la
habitación de los bajos, junto a las cuadras. Sentía el corazón oprimido cuando
volvió a ponerse de pie. Respiró hondo. Había aceitado las bisagras para que
las puertas no chirriasen. Bajó las escaleras con el candil en la mano, de
puntillas, y en el zaguán lo apagó y lo depositó sobre el arca. Nunca había
sido noctámbulo pero, más que la novedad, le excitaba esta noche el recuerdo de
las palabras de Pedro Cazalla en Pedrosa: los conventículos para resultar
eficaces han de ser clandestinos. El secretismo y la complicidad acompañaban a
la reunión de esta noche, primer conciliábulo en el que Cipriano iba a
participar. Secretismo y complicidad, pensó, eran una manera de traducir otras palabras
más inflamables como miedo y misterio.
Nadie fuera de ellos debía conocer
la existencia de estas reuniones puesto que, en caso contrario, el brazo
ejecutor del Santo Oficio caería implacable sobre el grupo.
En el umbral de la puerta de la
calle se santiguó. No sentía temor aunque sí alguna inquietud. La noche estaba
fría pero calma. Notaba en los huesos un frío húmedo impropio de la meseta. El silencio
le desconcertó, no oía otra cosa que el ruido de sus propias pisadas
alertándole, las patadas de los caballos en el empedrado de las cuadras, el
paso lejano de una patrulla... Avanzaba casi a tientas, aunque arriba, donde
las casas se acercaban, se adivinaba una difusa claridad lechosa. En alguna
ventana hacían tímidos guiños los vislumbres de una lámpara, tan recogidos que
su resplandor no alcanzaba a la calle. Oyó, muy lejos, la voz de un borracho y
la coz de una caballería contra una puerta de madera. Recorrió la calle de la
Cuadra, nervioso y alterado, y abocó a la Estrecha. En esta vía, especialmente
angosta, flanqueada por nobles palacios, la ansiedad de los caballos era más
notoria. Pateaban el suelo y resoplaban en su sueño impaciente. Cipriano se
embozó en el capuz. El recelo hacía más intenso el frío. En la encrucijada
dobló a mano derecha. Allí se veía un poco más, veía blanquear vagamente las
fachadas de las casas y, en particular, la negrura de los huecos. Caminaba casi
por el centro de la calle, a la izquierda de la alcantarilla, y el
imperceptible eco de sus pisadas contra los edificios le orientaba como a los
murciélagos. Divisó de pronto la casa de madera que precedía a la de doña
Leonor y se arrimó a las fachadas.
Los golpes de su corazón, bajo el
capuz, eran ahora muy rudos. Cipriano vaciló. El Doctor le había advertido: no
utilice vuesa merced la aldaba; produciría demasiado escándalo. Se aproximó a la
puerta pero no llamó. Únicamente dijo “Juan” dos veces, a media voz.
Aunque sabía que Juan Sánchez era
el encargado de recibir a los asistentes, no encontró respuesta.
Sacó la mano de bajo el capuz y dio
dos golpes en la puerta con los nudillos. Antes de sonar el segundo oyó la voz
rasposa de Juan Sánchez, a medio tono:
—Torozos—dijo.
—Libertad —respondió Cipriano Salcedo.
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