Supersticiones - Charles Panati

12 ago 2011


SUPERSTICIONES

Napoleón temía los gatos negros y Sócrates el mal de ojo. A Julio César le aterrorizaban los sueños. Enrique VIII aseguraba que la brujería le había inducido a casarse con Ana Bolena. Pedro el Grande experimentaba un terror patológico cuando tenía que cruzar puentes. Samuel Johnson siempre iniciaba la entrada o la salida de un edificio con el pie derecho.

Todavía hoy, las supersticiones referentes a la mala suerte impiden a muchas personas pasar por debajo de una escalera o embarcarse un martes día trece. Por otra parte, estas mismas personas, en pos de la buena suerte suelen tocar madera.

Hoy, cuando tanto se valoran las pruebas objetivas, pocas son las personas que, interrogadas a fondo, no admiten profesar una o dos supersticiones, o más...



Tal vez todo esto tenga cierta lógica, ya que las supersticiones constituyen una parte muy antigua de la herencia humana.

A lo largo de la historia, la superstición de unos ha sido a menudo la religión de otros. El hombre primitivo, al buscar explicaciones para fenómenos tales como el rayo, el trueno, los eclipses, el nacimiento y la muerte, y carente de conocimientos sobre las leyes de la naturaleza, desarrolló una creencia en los espíritus invisibles.

Por otra parte, el milagro de que un árbol creciera a partir de una semilla, o la aparición de una rana a partir de un renacuajo, confirmaba una intervención ultraterrena.

Con una existencia cotidiana llena de peligros y aventuras, llegó a la conclusión de que el mundo estaba poblado por unos espíritus vengativos que superaban en número a los benéficos. Por consiguiente, entre todas las creencias supersticiosas que hemos heredado tienen preponderancia los medios destinados a protegernos contra el mal.

En nuestros días, para protegernos de ese posible mal que puede malograr nuestras intenciones, usamos acciones y utensilios que puedan pararlo, o al menos disminuirlo.
 
PATA DE CONEJO
Dicen que la persona que persigue la buena suerte, debiera llevar consigo la pata de un conejo. Históricamente, la pata de conejo poseía poderes mágicos. En Europa, la suerte atribuida a una pata de conejo, se debe a una creencia arraigada en un antiguo totemismo, porque el hombre, que se adelantó al darwinismo en varios miles de años, pensaba que descendía de los animales. Cada tribu tenia un animal como mascota.

En la literatura bíblica, esa creencia es el origen de numerosas leyes dietéticas que prohíben el consumo de ciertos animales totémicos. También hemos heredado del totemismo la costumbre de utilizar una mascota para los deportes, que ha de atraer la suerte sobre el equipo, y también nuestra tendencia a clasificar grupos de personas mediante imágenes o rasgos de animales.

Vale que hayamos abandonado la práctica de llevar físicamente de un lado a otro nuestros tótems identificativos, pero lo cierto es que permanece entre nosotros la costumbre de llevar una pata de conejo para tener buena suerte.

Los celtas, por ejemplo, creían que este animal pasaba tanto tiempo bajo tierra, porque mantenía una comunicación secreta con el mundo subterráneo de los númenes. Así que el conejo disponía de una información que a los seres humanos les estaba negada. Y el hecho de que la mayoría de los animales, entre ellos el hombre, nazcan con los ojos cerrados, en tanto que los conejos llegan al mundo con los ojos abiertos de par en par, les confirió una imagen de sabiduría. En realidad, es la liebre la que nace con los ojos abiertos porque el conejo lo hace con los ojos cerrados.

Sin embargo, fue la fecundidad del conejo lo que contribuyó a dar a ciertas partes de su cuerpo su más intensa relación con la buena suerte y la prosperidad. Poseer cualquier parte del conejo, como la cola, una oreja o una pata, aseguraba la buena fortuna a cualquier persona.
 
HERRADURA
Una herradura, el calzado de Caballos, mulos y burros, colgada en algún sitio, está considerado como el más universal de todos los amuletos de la suerte.

La herradura era un talismán poderoso en todas las épocas y en todos los países en los que existía el caballo. Aunque los griegos introdujeron la herradura en la cultura occidental en el siglo IV, y la consideraban como símbolo de buena suerte, la leyenda atribuye a san Dunstan el haber otorgado a la herradura, colgada sobre la puerta de una casa, un poder especial contra el mal.

Según la tradición, Dunstan, herrero de profesión pero que llegaría a ser arzobispo de Canterbury en el año 959, recibió un día la visita de un hombre que le pidió unas herraduras para sus pies, unos pies de forma sospechosamente parecida a pezuñas. Dunstan reconoció inmediatamente a Satanás en su cliente, y explicó que, para realizar su tarea, era forzoso encadenar al hombre a la pared.

Deliberadamente, el santo procuró que su trabajo resultara tan doloroso, que el diablo encadenado le pidió repetidamente misericordia. Dunstan se negó a soltarlo hasta que el diablo juró solemnemente no entrar nunca en una casa donde hubiera una herradura colgada sobre la puerta.

Desde la aparición de esta leyenda en el siglo X, los cristianos tuvieron la herradura en alta estima, colocándola primero sobre el dintel de la puerta y trasladándola más tarde al centro de ésta, donde cumplía la doble función de talismán y picaporte.

Este es el origen del picaporte en forma de herradura. En otros tiempos, los cristianos celebraban la fiesta de san Dunstan, el 19 de mayo, con juegos en los que se empleaban herraduras.

Para los griegos, los poderes mágicos de la herradura emanaban de otros factores. Las herraduras eran de hierro, un elemento que se creía que ahuyentaba el mal, y la herradura tenía la forma de una luna en cuarto creciente, que desde antiguo era considerada como símbolo de fertilidad y fortuna.

Los romanos se apropiaron de este objeto, a la vez como práctico dispositivo ecuestre y como talismán, y su creencia pagana en sus poderes mágicos pasó a los cristianos, que dieron a esta superstición su versión basada en san Dunstan.

En la Edad Media, cuando cundía al máximo el temor a la brujería, la herradura adquirió un poder adicional. Se creía que las brujas se desplazaban montadas en escobas porque temían a los caballos, y que cualquier cosa que les recordara un caballo, especialmente su herradura de hierro, las ahuyentaba como un crucifijo aterrorizaba a un vampiro. La mujer acusada de brujería era enterrada con una herradura clavada en la tapa de su ataúd, para impedir su resurrección.

En Rusia, al herrero que forjaba herraduras se le consideraba dotado de capacidad para realizar «magia blanca» contra la brujería, y los juramentos solemnes relativos al matrimonio, los contratos comerciales y las compraventas de propiedades no se prestaban sobre una Biblia, sino sobre los yunques utilizados para martillear las herraduras.

Una herradura no podía colgarse de cualquier forma: su disposición correcta era con los extremos hacia arriba, pues de lo contrario su reserva de suerte se vaciaba.

En las Islas británicas, la herradura se mantuvo como potente símbolo de suerte hasta bien entrado el siglo XIX. Un popular encantamiento irlandés contra el mal y la enfermedad —originado a la vez la leyenda de san Dunstan— decía: «Padre, Hijo y Espíritu Santo, clavad el diablo en un palo.»

En 1805, cuando el almirante británico lord Horacio Nelson se enfrentó a los enemigos de su nación en la batalla de Trafalgar, el supersticioso inglés clavó una herradura en el mástil de su navío almirante, el Victory.
 
TOCAR MADERA
Otra manía nuestra en relación con la buena suerte es la  ostumbre de tocar madera. Los niños que practican el juego consistente en tocar un árbol, donde quedan a salvo de sus perseguidores, repiten sin saberlo una costumbre que data de hace 4.000 años y que iniciaron los pobladores de Norteamérica.

En el juego moderno, la base de cualquier árbol sirve como refugio, pero históricamente el árbol que debía tocarse era un roble, venerado por su majestad, su considerable altura y sus poderes mágicos.

Los cultos en torno al roble son muy antiguos. Surgieron independientemente entre los indios norteamericanos hace unos 4.000 años, y más tarde entre los griegos. Ambas culturas, al observar que el roble era alcanzado frecuentemente por el rayo, supusieron que era la morada del dios de los cielos —según los indios— y del dios del rayo —según los antiguos griegos.

En Europa, durante la Edad Media, los eruditos cristianos aseguraban que la superstición de tocar madera se originó en el siglo I, y procedía de que Cristo fue crucificado en una cruz de madera. Tocar madera en señal de esperanza era supuestamente un sinónimo de la plegaria de súplica, y equivalía a decir: «Señor, haz que mi deseo se haga realidad.»

Sin embargo, los eruditos modernos aseveran que no hay más verdad en esa creencia que en la que la precedió. Según ella, toda catedral cristiana del continente europeo poseía un fragmento de madera de la Vera Cruz. Así, la veneración católica de las reliquias de la cruz, no sería el origen de la costumbre de considerar con respeto la madera, sino que más bien modificaría y reforzaría una creencia pagana mucho más antigua.

Otras culturas reverenciaban diferentes tipos de árbol, a los que dirigían plegarias y tocaban. Para los egipcios el árbol sagrado era el sicomoro, y para las antiguas tribus germánicas el árbol predilecto era el fresno. Los holandeses se adhirieron a la superstición de tocar madera, mas para ellos el tipo de madera carecía de relevancia; lo que si importaba era que la madera estuviera sin barnizar, sin pintar y sin tallar, y que careciera de cualquier adorno.

ROMPER UN ESPEJO 
Pero si hay una cosa que muchas personas creen que trae mala suerte es romper un espejo. Es una de las más extendidas supersticiones todavía existentes, como portadoras de mala suerte.

Se originó mucho antes de que existieran los espejos de vidrio. Esta creencia surgió de una combinación de factores religiosos y económicos. Los primeros espejos utilizados por los antiguos egipcios, los hebreos y los griegos, eran de metales como el bronce, el latón, la plata y el oro pulimentados, y, por tanto, irrompibles.

En el siglo VI antes de Cristo, los griegos habían iniciado una práctica de adivinación basada en los espejos y llamada catoptromancia, en la que se empleaban unos cuencos de cristal o de cerámica llenos de agua. De modo muy parecido a la bola de cristal de las gitanas, el cuenco de cristal lleno de agua —el miratorium para los romanos— se suponía que revelaba el futuro de cualquier persona, cuya imagen se reflejara en la superficie del mismo.

Los pronósticos eran leídos por un «vidente». Si uno de estos espejos se caía y se rompía, la interpretación inmediata del vidente era que la persona que sostenía el cuenco no tenía futuro —es decir, que no tardaría en morir— o que su futuro le reservaba unos acontecimientos tan catastróficos, que los dioses, amablemente, querían evitar a esa persona una visión capaz de trastornarla profundamente.

En el siglo I, los romanos adoptaron esta superstición portadora de mala suerte y le añadieron un nuevo matiz, que es nuestro significado actual. Sostenían que la salud de una persona cambiaba en ciclos de siete años. Puesto que los espejos reflejaban la apariencia de una persona —es decir, su salud—, un espejo roto anunciaba siete años de mala salud y de infortunios.

La superstición adquirió una aplicación práctica y económica en la Italia del siglo XV. Los primeros espejos de cristal con el dorso revestido de plata, desde luego rompibles, se fabricaban en Venecia en esta época. Por ser muy caros, se trataban con gran cuidado, y a los sirvientes que limpiaban los espejos de las casas se les advertía severamente que romper uno de esos nuevos tesoros equivalía a siete años de un destino peor que la muerte.

Este uso efectivo de la superstición sirvió para intensificar la creencia en la mala suerte acarreada por la rotura de un espejo, a lo largo de generaciones de europeos. Cuando, a mediados del siglo XVII, empezaron a fabricarse en Inglaterra y en Francia espejos baratos, la superstición del espejo roto estaba ya extendida y firmemente arraigada en la tradición.
 


EL NÚMERO 13
Las encuestas demuestran que, entre todas las supersticiones referentes a la mala suerte, la inquietud relacionada con el número trece es la que hoy en día afecta a más gente.

Los franceses, por ejemplo, nunca dan a las señas de una casa el número trece. En Italia, la lotería nacional lo omite. Las líneas aéreas internacionales saltan ese número en las filas de asientos de los aviones. En los Estados Unidos, los modernos rascacielos, comunidades de propietarios y edificios de apartamentos dan al piso que sigue al 12 el número 14.

Un experimento psicológico puso a prueba la potencia de esta superstición. Un nuevo edificio de apartamentos de lujo, a una de cuyas plantas se le dio temporalmente el número trece, alquiló unidades en todas las demás plantas, y sólo muy pocas en la planta decimotercera. Cuando se cambió el número de esta planta por el de 12-B, los apartamentos sin alquilar en seguida encontraron inquilinos.

Todo esto se remonta a la mitología nórdica en la era precristiana. A un banquete en el Valhalla fueron invitados doce dioses. Loki, el espíritu de la pelea y del mal, se coló por las buenas, con lo que el número de los presentes llegó a trece. En la lucha que se produjo para expulsar a Loki, Balder, el favorito de los dioses, encontró la muerte.

Ésta es una de las primeras referencias escritas al infortunio relacionado con el número trece. Desde Escandinavia, la superstición se difundió a través de Europa, en dirección Sur.

Al iniciarse la era cristiana, estaba ya bien establecida en los países mediterráneos. Entonces, aseguran los folkloristas, la creencia fue notablemente reforzada, tal vez para siempre, por la cena más famosa de la historia: la Última Cena.

Cristo y sus apóstoles eran trece. Menos de veinticuatro horas después de esta cena, Cristo era crucificado.

Los mitólogos han considerado la leyenda nórdica como una prefiguración del banquete cristiano. Trazan paralelos entre el traidor Judas y Loki, el espíritu de la contienda, y entre Balder, el dios favorito que resultó asesinado, y Cristo, que fue crucificado. Lo indiscutible es que, desde principios de la era cristiana en adelante, invitar a cenar a trece personas significa buscar un desastre.

Como ocurre con toda superstición, una vez sentada una creencia, la gente busca, conscientemente o no, acontecimientos que encajen con el pronóstico. En 1798, por ejemplo, una revista británica titulada “Gentlemen's Magazine”, estimuló la superstición del número trece al citar estadísticas de seguros en aquella época, que revelaron que, como promedio, una de cada trece personas reunidas en una habitación moriría antes de un año.

En los Estados Unidos, el trece sería considerado como un número afortunado. Forma parte de muchos de los símbolos nacionales, ya que en el reverso de los billetes de banco hay una pirámide incompleta de trece escalones, el águila heráldica sostiene en una garra una rama de olivo con trece hojas y trece frutos, y en la otra, trece flechas. Hay, además, trece estrellas sobre la cabeza del águila. Todo esto, desde luego, nada tiene que ver con la superstición, sino que conmemora las trece colonias que originaron el país, y que por su parte fueron un símbolo de buen auspicio.

Pero en algunos países, si el 13 cae en viernes la cosa se pone fea. Según la tradición, en un viernes día 13, Eva tentó a Adán con la manzana, el Arca de Noé inició su larga navegación durante el Diluvio, una confusión de idiomas puso fin a la construcción de la torre de Babel, el Templo de Salomón fue arrasado, y también en este día Cristo murió en la cruz.

Sin embargo, el verdadero origen de la superstición parece ser también un relato en la mitología escandinava. El nombre del viernes —Friday en inglés, Freitag en alemán— procede de Frigga, la liberal diosa del amor y la fertilidad. Cuando las tribus escandinavas y germánicas se convirtieron al cristianismo, Frigga fue desterrada a la cumbre de una montaña, considerada como bruja.

Se creía que cada viernes la diosa, rencorosa, celebraba una reunión con otras 11 brujas, más el demonio —con lo que eran 13 los asistentes—, y conspiraban para causar infortunios durante la semana siguiente. Durante muchos siglos, en Escandinavia el viernes fue conocido como el «Sabbath de las brujas».

Aunque se desconoce cuál pueda ser el proceso que en España dio lugar al «martes y trece, ni te cases ni te embarques», sí podemos recordar que el nombre del día procede de Marte, el dios de la guerra.
 
EL GATO NEGRO
Entre las supersticiones, el temor a un gato negro que se cruce en nuestro camino es de origen más bien reciente. Asimismo, se opone por completo al lugar preferente ocupado por el gato, cuando fue domesticado por primera vez en Egipto, unos 5.000 años. Todos los gatos, incluidos los negros, eran tenidos en muy alta estima por los antiguos egipcios, y la ley les protegía contra los malos tratos y la muerte.

Tal era la idolatría que inspiraba el gato, que la muerte de uno de estos animales hacia que toda la familia que le había albergado le guardara luto, y tanto ricos como pobres embalsamaban los cadáveres de sus gatos con el mayor lujo, envolviéndolos con un fino lienzo y colocándolos en sarcófagos de materiales valiosos, como el bronce e incluso la madera, todo un lujo en un Egipto tan pobre en árboles.

Los arqueólogos han exhumado cementerios enteros de gatos momificados en los que abundaban los negros. Impresionados por la supervivencia del gato, animal capaz de soportar numerosas caídas desde gran altura y salir ileso de ellas, los egipcios originaron la creencia de que el gato tiene siete vidas, e incluso nueve según otros.

La popularidad del gato se extendió rápidamente a través de las civilizaciones. Textos en sánscrito que cuentan más de dos mil años de antigüedad hablan del papel de los gatos en la sociedad india. En China, hace unos 2.500 años, Confucio tenía un gato como animal de compañía predilecto.

Alrededor del año 600 de nuestra era, el profeta Mahoma predicaba con un gato en sus brazos y, más o menos en la misma época, los japoneses empezaron a mantener gatos en sus pagodas para proteger los manuscritos sagrados.

En aquellos siglos, el hecho de que un gato se cruzara en el camino de una persona era signo de buena suerte. El temor a los gatos, especialmente a los negros, surgió en Europa durante la Edad Media, particularmente en Inglaterra.

La característica independencia del gato, junto con su testarudez y su afición al robo, unida al repentino aumento de su población en las grandes ciudades, contribuyeron a su caída en desgracia. Los gatos callejeros eran alimentados a menudo por ancianas pobres y solitarias, y cuando se propagó en Europa una oleada de histeria, en la que muchas de esas mujeres carentes de hogar fueron acusadas de practicar la magia negra, los gatos que les hacían compañía —especialmente los negros— fueron considerados culpables de brujería por asociación de ideas.

En Francia, millares de gatos eran quemados mensualmente hasta que, en la década de 1630, el rey Luis XIII puso fin a esta vergonzosa práctica. Dado el largo tiempo —varios siglos— durante el cual los gatos negros fueron sacrificados en toda Europa, es sorprendente que el gen del color negro no se extinguiera en esa especie..., a no ser que el gato realmente tenga siete vidas.

DERRAMAR LA SAL
La sal fue el primer condimento en la alimentación del hombre y alteró de tal modo sus hábitos alimentarios, que no es de sorprender que el acto de derramar tan precioso ingrediente llegara a ser equivalente a un mal augurio. Tras un accidental derramamiento de sal, el gesto supersticioso anulador, como lanzar un pellizco de la misma por encima del hombro izquierdo, fue práctica común entre los sumerios, los egipcios, los asirios y, más tarde, los griegos.

Para los romanos, la sal era un elemento tan valioso para condimentar las comidas como para curar heridas, y por tanto acuñaron expresiones en las que se utilizaba esta palabra, algunas de las cuales han llegado a nosotros. El escritor romano Pretonio, en su Satyricón, creó la frase “no vale su sal” como oprobio para ciertos soldados romanos, a los que se les daban mensualmente estipendios especiales para sus raciones de sal, llamados salarium —“dinero de sal”, origen de nuestra palabra “salario”.

Explican los arqueólogos que hace unos 8.600 años, en Europa se trabajaba activamente en las que se cree fueron las primeras minas de sal descubiertas en el continente: los depósitos de Hallstein y Hallstatt en Austria. Hoy, estas grutas son atracciones turísticas, situadas cerca de la ciudad de Salzburgo, que, claro está, significa “Ciudad de Sal”.

La sal purificaba el agua, conservaba la carne y el pescado, y realzaba el sabor de la comida, y los hebreos, los griegos y los romanos utilizaban la sal en sus principales sacrificios.
 
PASAR POR DEBAJO DE UNA ESCALERA
Otra de las supersticiones que, además de traernos mala suerte nos puede perjudicar, es la de pasar por debajo de una escalera.

Ésta es una superstición cuyo origen parece basarse en una medida tan obvia como práctica, puesto que pasar por debajo de una escalera, al fin y al cabo, es algo que conviene evitar, en previsión de que a un operario se le caiga una herramienta y ésta se convierta en arma mortal.

No obstante, el verdadero origen de la superstición nada tiene que ver con la precaución. Una escalera apoyada en una pared forma un triángulo, figura considerada desde largo tiempo, por muchas sociedades, como la expresión más común de una trinidad de dioses. Por ejemplo, las tumbas piramidales de los faraones se basaron en planos triangulares. De hecho, pasar una persona corriente a través de una entrada triangular equivalía a desafiar un espacio santificado.

Para los egipcios, la escalera en sí era un símbolo de buena suerte. Fue una escalera la que permitió al dios solar Osiris escapar del cautiverio al que le tenía sometido el espíritu de la Oscuridad. La escalera era también uno de los signos pictóricos favoritos para ilustrar el ascenso de los dioses, y en las tumbas de los reyes egipcios se colocaban escaleras para ayudarles a trepar hacia el cielo.

Siglos más tarde, seguidores de Jesucristo se adhirieron a la superstición de la escalera, interpretándola a la luz de la muerte de Cristo. Puesto que se había apoyado una escalera en el crucifijo, ese útil se convirtió en símbolo de maldad, traición y muerte. Pasar por debajo de una escalera llamaba al infortunio.

En el siglo XVII, en Inglaterra y en Francia, a los criminales camino del patíbulo se les obligaba a caminar bajo una escalera, mientras el verdugo, conocido como el Novio de la Escalera, caminaba a su vez alrededor de ella.

Las antiguas culturas poseían invariablemente antídotos contra sus supersticiones más temidas. Para la persona que inadvertidamente pasaba bajo una escalera, o que se veía obligada a hacerlo por conveniencias de su camino, el antídoto prescrito por los romanos era el signo del fico. Este gesto anulador se hacía cerrando el puño y dejando que el pulgar sobresaliera entre los dedos índice y medio. Seguidamente, este puño era dirigido hacia la escalera.

Toda persona interesada en aplicar actualmente este antídoto debe saber que el fico era también un gesto fálico romano, que se considera como el precursor de alargar el dedo medio con el puño cerrado, y cuyo encantamiento acompañante no difiere apenas, en su sentido, del fico.
   
MAL DE OJO
Una “mala mirada”, una “mirada asesina”, “si las miradas pudieran matar” y “mirar aviesamente” son tan sólo unas pocas de las expresiones comunes derivadas de uno de los temores más universales: el del mal de ojo. Se encuentra esta superstición virtualmente en todas las culturas.

En la antigua Roma, los hechiceros profesionales especializados en mal de ojo eran contratados para ejercer sus sortilegios contra los enemigos de una persona. A todos los gitanos se les acusaba de tener ese poder siempre temible, que también estaba difundido a través de la India y el Oriente Próximo.

En la Edad Media, los europeos temían tanto padecer sus efectos, que cualquier persona cuya mirada estuviera desviada o presentara cualquier anomalía podía ser candidata a morir en la hoguera. Un caso de cataratas podía significar la muerte para el desdichado que las sufría.

¿Cómo pudo originarse independientemente esta creencia entre tantos pueblos distintos? Una de las teorías más aceptadas por los folkloristas se refiere al fenómeno del reflejo en la pupila. Al mirar a los ojos de una persona, nuestra propia imagen, minúscula, aparecerá en la parte oscura de la pupila. y, de hecho, nuestra palabra “pupila” procede de la palabra “pupilla”, que en latín significa “muñequita”.

Al hombre primitivo debía de resultarle extraño y atemorizador el hecho de contemplar su propia imagen en miniatura en los ojos de otros tribeños. Debía de creerse en peligro personal, al pensar que aquella reproducción de sí mismo pudiera alojarse permanentemente en una mirada maligna, y ser secuestrada por ella. Esta noción se ve reforzada por la creencia, entre las tribus primitivas africanas, hace menos de un siglo, de que ser fotografiado equivalía a perder para siempre el alma.

Los egipcios tenían un curioso antídoto contra el mal de ojo: el kohl, el primer cosmético de la historia. Utilizado por hombres y mujeres, se aplicaba formando un círculo o en un óvalo alrededor de los ojos. La base química era el antimonio, un metal, y si bien los adivinos preparaban el compuesto que se aplicaban los hombres, las mujeres se fabricaban sus propias fórmulas a base de antimonio, a las que añadían sus ingredientes secretos predilectos.

Actualmente, nadie está seguro al respecto, pero unos círculos de pintura oscura alrededor de los ojos absorben la luz solar y, por consiguiente, minimizan el reflejo en el ojo. Este fenómeno les es familiar a los futbolistas y jugadores de béisbol, que se aplican una grasa negra debajo de cada ojo antes del partido.

Los antiguos egipcios, que pasaban largo tiempo bajo la cruda luz del desierto, pudieron haber descubierto por su cuenta este secreto, e ideado esta máscara, no primordialmente con fines de embellecimiento, como suele creerse, sino para otras finalidades de tipo práctico y supersticioso.

Espero que el tema haya sido de su agrado. Por mi parte puedo decirles que no creo en las supersticiones porque… dicen que trae mala suerte hacerlo.

Del libro "Las cosas nuestras de cada día" de Charles Panati

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